¿En dónde estaba yo? ¿Qué era entonces? ¿A dónde iba? Y un suspiro de angustia respondía a cada una de estas preguntas que me hacía, soltando las riendas del caballo, que continuaba su camino lentamente.
Ignacio M. Altamirano
Navidad en las montañas
Te veo, hermano, y mis ojos vuelven a llorar. Volteo la vista y la enorme pradera destroza mi alma. Miro al frente y las montañas congelan mis venas al tiempo que cierran el camino que seguimos. Tres meses llevamos avanzando hacia la blancura del norte y el frío absorbe cada milímetro de esperanza que llevamos.
Te miro, mi hermano, como lo hice aquella ocasión cuando nos dirigíamos al mismo lugar que ahora, hace ya tanto tiempo de eso. Salimos de Môngul cuando la primavera se acercaba y cruzamos El Muro seis meses después con las bestias casi a reventar. Entonces comenzó el ascenso y la oscuridad de las cavernas, el inmenso túnel que termina mil metros por encima de Lûnverg; luego hay que descender hasta la ciudad y tomar el primer navío que lleve al norte, siempre al norte, hasta encontrarnos frente al Golfo de Rôzvarg y Närvik, la Ciudad de las Torres. Ese es el rumbo que también llevamos hoy. Y ya he perdido todo sentimiento.
Y cuando la tormenta envuelve el barco y nos vemos obligados a seguir por tierra, ¿qué esperanza tenemos de llegar con vida hasta el Puerto Solitario atravesando los inmensos valles cubiertos por la nieve? Éramos jóvenes en aquel entonces, sin embargo nuestro trayecto fue terrible y casi terminamos sepultados. ¿Será que ahora podamos vencer nuestros temores? Míranos, perdidos en la Inmensidad, donde lo único existente es el Silencio Blanco que se traga mis palabras, mis suspiros, mi firmeza. ¿Quiénes somos? ¿Acaso sombras, fantasmas, o los encargados de salvar a nuestro pueblo? Lo he olvidado todo a causa del mismo viaje, primero por el valle cubierto de sangre, después las montañas terribles y ahora esto, la inmensidad blanca.
Con un poco de memoria puedo hacer a un lado el color del vacío y visualizar los de mi tierra. Puedo ver flores y ríos, y sentir su olor nuevamente, hasta que mis ojos vuelven a llorar porque toda la belleza de Môrvel se ha destruido. Antes el arco iris se encontraba en todas partes, hoy solamente en nuestro sueño; en la vigilia está la oscuridad cubierta por el escarlata de los muertos y la putrefacción.
Debemos seguir avanzando hasta sentir la brisa del mar y escuchar el sonido de las trompetas que anuncian la llegada de la noche. Debemos encontrar el puerto tallado en la roca de la montaña convertida en ciudad, una ciudad rodeada por torres inmensas y un muro tan fuerte que sólo los Kintz podrían derribar. Debemos llegar al monte que sirve de acceso a la urbe, el único por tierra, y luego caminaremos por la calles rumbo al río que cruzaremos por el puente hacia la Isla Caracol, allí veremos el palacio tan bellamente ornamentado y hablaremos con Él. El Rey-emperador de Antägriz, el Nuevo Imperio del Norte.
Nos postraremos a sus pies e imploraremos su ayuda. Le contaremos todo lo que ha pasado desde que Tûrar Naralĩnga abandonara el mundo; le diremos cuál fue su historia y por qué no debe terminar.
Olvidas, hermano, que Él es nieto del Dios y que Vintrëza, su esposa, vive en el mismo palacio; conoce la historia, por lo tanto. Sabe de la guerra y el por qué de nuestra encomienda.
Deja a un lado tus fantasmas y permite a tu caballo continuar, él sabrá a dónde dirigirse pues esta es la tierra de sus ancestros. No pienses más en la muerte porque tarde o temprano nos alcanzará. Cuando estemos frente a Él te diré otra cosa, no ahora, no en medio de la Tierra Blanca. No mientras Môrvel siga con vida y nosotros también… Mejor repítemela a mí, para que mi alma sepa que aun vive.
Te la diré, de aquí hasta alcanzar nuestra meta, para que nuestras almas olviden el frío y se calienten con el fragor de las batallas, pero tú me ayudarás a recordar.
Las llamas se elevaban por encima de los muros, los gritos ensordecían el aire y los golpes de espadas centelleaban cada vez que los guerreros atacaban o defendían. Los campos estaban cubiertos por cadáveres, los pueblos en cenizas, las pocas mujeres solas y los niños huérfanos: cientos de soldados marchaban a combatir. La parte central de Môrvel gritaba su dolor. Así era el ambiente en el año dos mil trescientos cincuenta y seis de nuestra era, nada lejano a los hechos recientes. Se trataba de una época donde todo consistía en luchar por el territorio o para vivir. Ese mismo año regresó la Sombra y el mal provocó aquellos sentimientos negativos que hacen del hombre el más débil y, a su vez, detestable ser de cuantos habitan Mĩvel. Durante largo tiempo el mundo permaneció en calma hasta que la avaricia, la soberbia, la ambición y el odio por los otros doblaron los corazones humanos una vez más. La Sombra los cubrió y su temor emergió no para ceder, sino para tratar de obtener un dominio total sobre ellos.
Fueron esos acontecimientos los causantes de que los Dioses sintieran nostalgia al ver a sus hijos destruirse entre ellos. Por eso llegó al mundo aquél cuya historia ahora es leyenda y cuyas acciones dieron a los mortales la última y más importante de las dádivas con que los Poderosos los obsequiaron, pues ha sido ese regalo un don para todos.
La tierra fue dividida al término de la Guerra de Trichë en gran cantidad de reinos y regiones que poco a poco fueron reagrupándose para formar masas de mayor tamaño con el fin de mantener la paz, sin embargo, muchos reyes permanecieron aislados del resto. Pero el tiempo siempre envuelve el espíritu de los más débiles y ellos terminan por acceder a la voluntad de otros. Entonces las guerras comenzaron hasta que nuevos señores vinieron a poner orden a los hombres.
El orbe era distinto ha como lo es ahora y el suelo poseía nombres tan diferentes a los actuales, aunque uno siempre se ha conservado: Mĩvel le llamamos todos los habitantes al suelo que pisamos, extendido desde las frías regiones boreales hasta los Mares Tormentosos que nos rodean. Mĩvel, como ahora, se dividía en dos partes territorialmente bien delimitadas: al norte la región que conocemos como la Tierra Blanca, donde ahora estamos, y que antes se llamó Nôrmant, la Tierra al Norte de las Montañas, pero no es Nôrmant importante ahora, sino el territorio extendido al sur de aquél: Môrvel, la Tierra Bella o la Tierra Conocida; en el sur lejano, más allá del gran mar, se halla el continente llamado Oraztrôn, la Tierra Desconocida, apartado hace mucho tiempo por los Kintz cuando ocurrió el Gran Cataclismo.
Môrvel, como bien sabemos, está separada de Nôrmant al norte por una enorme cadena montañosa, la más grande de Mĩvel, que se prolonga a lo largo de mil trescientas sesenta leguas de este a oeste. Esta cordillera recibió antiguamente varios nombres entre los que figuran El Gran Muro, La Muralla Blanca, La Pared de Hielo, Izl-zhak, pero el más común de todos ellos, y aquel que ha sobrevivido al paso de los años es Las Montañas del Hielo Eterno, debido a que durante todo el año la nieve las cubre casi en su totalidad. Al sur de ellas la tierra fue dividida por los humanos en cuatro partes que a su vez se subdividieron en regiones: la parte oriental, la central, la occidental y la sur.
Las Tierras Orientales eran gobernadas por Enanos y dragones, las Tierras Occidentales las habitaban los Hijos de Vĩkxu, el sur correspondía a los pueblos salvajes e incivilizados, en cambio, la parte central correspondía al dominio del Hombre y, por lo tanto, se había diferenciado mucho de las otras en varios aspectos: la magia había dejado de existir allí, salvo en los casos de aquellos reyes y emperadores que tenían por consejero a un Mänðirl; los Dragones que, después de la Guerra de Trichë se escondieron en lo profundo de las montañas de Tierras Lejanas y, en la mayoría de los casos, olvidadas –excepto por los que se encontraban en las Montañas Dëgrer y Mĩrtar-, no significaron amenaza alguna para los Hombres; los Kärtoz, reducidos en número, se arrinconaron en cavernas y sembraron terror únicamente en sus alrededores, pero nunca más allá de sus fronteras; las ciudades albergaron grandes masas de personas y ningún sitio hubo que no tuviera asentamiento humano; aparte de los Kärtoz, sólo Hombres habitaban allí, ni los hijos de Vĩkxu ni ningún otro descendiente de los Cuatro Grandes. Por eso su progreso fue diferente y veloz, por eso olvidaron las leyendas y mitos que hablaban de los tiempos antiguos cuando todavía caminaban por la tierra los Kintz. Habían relegado todo aquello, lo único presente en su memoria fue la Guerra de Trichë debido a su fuerza, así como a su participación en ella, pero era de una época bastante alejada para sus cortas vidas.
Tres fueron las regiones de la parte central: Kuärez al norte, Ezpäizioroum al centro, y Nemëtria al sur. Ätor era un imperio que no se incluía en ninguno de los tres a pesar de pertenecer a ese territorio.
Olvidados ya los antiguos tiempos, los Hombres se dedicaban a hacerse la guerra unos a otros para poseer un dominio sobre el resto, pero este dominio no sólo era territorial, sino también monetario, es decir, por medio del comercio. Creían que la riqueza los hacía mejores y pronto despreciaron todo lo que no fuera dinero y poder. Incluso despreciaron a las demás razas y se creyeron los mejores. ¡Pero el orgullo infundado nada bueno trae! Por ello Tûrar volvió a nacer en Mĩvel: para corregir lo que lo humanos corrompieron y para traernos ese obsequio que tanto agradecemos.
En Graläria, una ciudad de Kuärez, entró un joven de gran tamaño, más alto que todos los hombres, acompañado de una mujer poco común, su naturaleza era extraña a los humanos, de hecho ninguno de los dos lo eran. El primero pertenecía a una raza muy antigua y desmemoriada a los hombres, Lûnvoz, los de Mente Fuerte, solía llamárseles en lengua monguleana. Ella, en cambio, era de una especie poco conocida entre los habitantes de Môrvel, salvo aquellos que descienden de Vîkxu y Altërian: Kliänðoz, los Hijos de las Flores, les decían. Sin embargo, el caballero parecía humano salvo por la altura, pues aquellos seres superaban en altitud a todo hombre.
Graläria se consideraba la ciudad más septentrional de todas, pues casi colindaba con los montes Kluak. No era muy grande, poseía un clima difícil, más durante los inviernos, sin embargo, las minas en las montañas hacían que la gente todavía habitara allí. Las calles parecían ríos congelados por lo resbaladizo del terreno –sobre todo en aquella fecha cuando ya la nieve se acercaba una vez más-, y lo mal trazadas que estaban. Las casas tenían unos cuantos metros de altura, en su mayoría no sobrepasaban los tres pisos, un gran número de ellas con la madera bastante maltrecha y sin renovar, lo que daba el aspecto de un lugar antiguo. Muchos de sus habitantes dejaron de preocuparse por su aspecto y sólo vivían para excavar más profundo, poseer más metales y piedras preciosas, así que muchos de los que llegaran a la ciudad se maravillaban al verlos vestidos con jirones y harapos, y aquellos más vanidosos con ropa completa, aunque sucia. Ni las mujeres se preocupaban tanto en el aseo de sí mismas.
He aquí que la gente se sorprendió al ver avanzar a los dos personajes por esas calles cargados de cuchillas y un par de largas espadas, montados en un unicornio uno y un bello alazán la otra, además de unas gastadas ropas que más bien parecían harapos, aunque eso no les importó demasiado acostumbrados como estaban a su aspecto diario. Era difícil saber de donde provenían, pero a juzgar por sus vestiduras, si aquello podía ser ropa, parecían llegar de Äiront, o algún parte cercana a esa región. Al rato dejaron sus monturas en una caballeriza y continuaron a pie. Andaban a paso lento y cansado, pero suficiente para penetrar a una posada y ponerse a salvo de las miradas de la gente, mas no de los que allí dentro había. Buscaron una mesa en el rincón más apartado, allí permanecieron en silencio largo tiempo.
Al rato, el posadero, que se encontraba ocupado a su llegada, tan pronto los vio se acercó a ellos con un par de bebidas, una charola con panes y la mejor de sus sonrisas.
- Así que el gran hombre por fin ha vuelto después de largos años –dijo-. Es un gusto tenerte otra vez por aquí. Hacía mucho que creí no volver a verte, amigo. Vamos, prueben esto, es lo mejor que tengo ahora y me parece que les hace falta… a juzgar por su aspecto cualquiera diría que vienen de combatir.
- Eso es una pena –dijo la mujer-. Tan mal estamos y no hemos vertido ni una gota de sangre desde hace mucho.
- Mucho hay que deban contarme, pues me parece que grandes aventuras debieron ocurrirles mientras estuvieron lejos… ¿A dónde han ido, por cierto?
- Al sur, al este, hemos estado en todas partes, Glûfçe.
- ¿Y por qué han vuelto a esta ciudad si tantos lugares bellos existen en el Lejano Sur?
- Seguimos el Camino Fronterizo –habló por fin el hombre-, aunque no la parte del centro. Lo abandonamos al llegar al Numôn y proseguimos hasta Äiront, entonces decidimos volver, pero es hora de viajar otra vez. Necesitábamos provisiones y Graläria era la ciudad más cercana a nuestra posición.
- Es una lástima que no permanezcan más tiempo. Pronto habrá celebraciones por toda la región: Kuärez ha tenido una victoria contra Ezpäizioroum. Al parecer Ĩretor será anexada.
- Sí, es una lástima. Pero no quiero retrazar mucho mis planes.
Kuärez y Ezpäizioroum, las eternas naciones en conflicto, la una grande, poderosa, la otra subdividida, atrasada. El plan de los compañeros era recorrer todo el mundo buscando aventuras hasta el final, o al menos lo era para ella. El caballero andante, tan poco común para esa época, no necesitaba aventuras, él mismo era una, pero algo en su interior lo obligaba a recorrer aquella parte del orbe en busca de una señal que no se presentaba.
Permanecieron junto a Glûfçe mientras se reponían, pues el trayecto que siguieron no era nada sencillo. Aprovecharon esa ocasión para contarle cada una de sus aventuras, o al menos las que podían ser contadas. Después, llenos con un gran cargamento se alejaron de la posada con un nuevo aire, pero no por ello dejaron de llamar la atención de los lugareños.
- ¿Esta vez a donde irán?
- A Ezpäizioroum, no importa que haya guerra, eso es parte de nosotros –aclaró la mujer.
- Será mejor que tomen el camino de Chaûchzi, no habrá tanto problema.
- Descuida, sabemos cuidarnos.
- Adiós, amigos, procuren no tardar tanto esta vez –Glûfçe agitaba la mano con intensidad mientras sus amigos se alejaban al trote de sus monturas. Esa fue la última vez que los vio, pero no la última que supo de ellos, más bien, si las aventuras que le narraran le sorprendieron, mayor fue su admiración al conocer los acontecimientos en los que pronto se involucrarían.
Äkteorn miró atrás cuando ya la ciudad se encontraba lejana, mientras avanzaba sus pensamientos se volvieron hacia el norte, más allá de las montañas que tenía a su espalda. Miró a Mëtzahu, ella sonreía pues iniciaba una nueva aventura, pero él permanecía serio, pensativo. ¿Qué hacía dirigiéndose una vez más al sur? ¿Acaso nunca llegaría el momento de descansar? Su corazón estaba exhausto por todo aquello que ya había padecido, no imaginaba cuándo terminaría la misión que le fue encomendada. Era un hombre bastante serio, aunque no por ello su rostro dejaba de mostrar la angustia que sentía cada vez que se preguntaba lo mismo.
Palmeó a Tärio en el cuello y lo instó a continuar adelante siguiendo a la Kliänða que ya los aventajaba por un tramo sin percatarse de su retraso.